Sensibilidad es una palabra de poco uso, incluso diría que con unas connotaciones algo negativas. Hoy en día decir que algo o alguien es sensible tiene un no sé qué de debilidad. En una sociedad donde lo que más se valora es el poder incluso se diría que tiene algo negativo. Pero la sensibilidad es un sentido como los otros, el gusto, la vista, etc. Más aún, diría que es el sentido que contempla los sentidos, el que da forma a toda esa información que por ellos entra. Es lo que crea la consciencia de aquello que contemplamos. Nos da una valoración afectiva de estas cosas, aparte de una relación más honda con las cosas.
Hay una palabra japonesa, Kokoro, que de algún modo podría traducirse como “el corazón de las cosas”, aunque se refiere más precisamente a algo como su interior, su “alma”. Para mí, la sensibilidad es el sentido con el que contemplamos ese Kokoro. Con ella vemos profundamente las cosas.
Como los otros sentidos, éste debería ser educado, ejercitado desde las más prontas edades. Con ello conseguiríamos sin duda que este mundo, esta vida, fueran mucho mejor. Sobre todo, haría del arte, arte.
Pero parece una pérdida de tiempo dedicarse a cosas tan poco prácticas cuando el valor económico dirige nuestra sociedad. Desgraciadamente, la insensibilidad domina el mundo y como dijo mi recordado amigo Javier Utray: “la mayoría de la gente tiene los ojos para no tropezar con los objetos”.
Es este sentido el que nos permite establecer una relación con las cosas donde impera la emoción, el afecto y esa relación amorosa de la que surge uno de los misterios que nos ofrece el conocimiento humano: esa cosa llamada belleza. Esa cosa que nos provoca placer y en la que participan no sólo los sentidos, sino toda la consciencia de nuestro ser. Quizás la puerta que se abre a eso que llamamos espiritualidad.